La OMS lo acaba de anunciar, la adicción al videojuego ya es una patología mental. Supongo que cualquier verbo en infinitivo, acompañado de una dependencia, invita a entrar en una lista de trastornos. Suele pasar.
Al peque de la casa le acaban de traer una consola, porque los Reyes Magos, los de Oriente u Occidente, no entienden de adicciones tecnológicas incipientes. Destapó su regalo la noche del cinco y el seis, a las siete de la tarde, sus pequeños dedos continuaban presionando botones, con la mirada fija en una pantalla de 6,2”. El Super Mario engancha. Eso no es nuevo, a mi me pasaba igual en los 90, pero con muchos menos píxeles.
La llegada del hijo de Shigeru Miyamoto a casa coincidía con el fin de la maratón de reuniones familiares. Horas sentados alrededor de una mesa y comensales, entre los que me incluyo, que a veces optábamos por el aislamiento de la conversación y el recogimiento de lo que acontece en instagram.
Una vez compartidos los mejores momentos navideños, la vida continúa, con más kilos pero igual. Despertar, mirar el móvil. esperar 20 minutos eternos para coger a un metro, ir a trabajar… Y alrededor de esta rutina con lagaña una legión de cuellos inclinados hacia el smartphone, muchos recién estrenados. A penas hay miradas y ninguna palabra que no sea transmitida por auricular. Al menos aquí no hay sangre y parentesco.
Soy uno de ellos, el nuevo teléfono que tengo en mis manos conoce mi cara y se desbloquea cuando me ve. En un día, iPhone conoce mejor mi cara que la misma chica que cada mañana coincide conmigo en el vagón. Entonces mi mente no puede evitar la serie que acabo de devorar y pienso. Porque la cuarta temporada de Black Mirror invita a reflexionar, una vez más, sobre las consecuencias de la sociedad en la que vivimos, tecnología llevada al extremo: una madre que monitoriza los movimientos de su hija, programas que programan el amor o juegos que invaden vidas ajenas.
Mientras disfruto de tanto entretenimiento británico en streaming y para que no me invada el terror, recuerdo que las cosas no son malas, la perversidad está es el uso que se hace de ellas, en este caso abuso de lo electrónico. No nos alarmemos. Crecí jugando con insistencia a la Game Boy, por entonces me decían aquello de “no te acerques tanto a la tele que te quedarás ciego”. Y aquí estoy, en el metro, escribiendo estas líneas con boli y papel, antes de pasarlas a un ordenador que las mandará a imprimir, para que ustedes las lean ahora mismo en este romántico papel de prensa.